ESCRITORES ASOCIADOS

VISITA DE ESCRITOR ASOCIADO 
BETUEL BONILLA ROJAS
ABRIL 4 Y 5 DE 2014.

Abril 4: 
Conferencia abierta al público, EL ARTE DEL CUENTO
Lugar : Piedecuesta 
              Área Metropolitana de Bucaramanga
Horario: 2:00 a 5:00 p.m. 












Abril 5: 
Taller de escritura creativa "EL ARTE DEL CUENTO"
Lugar: Universidad Autónoma de Bucaramanga UNAB
Taller exclusivo para integrantes de RELATA 2014.













Betuel Bonilla Rojas (Neiva, Huila, 1969) es escritor y profesor universitario. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad Surcolombiana; especialista en Docencia Universitaria por el convenio Coruniversitaria - Universidad de La Habana; candidato a Magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.


Autor de los libros de cuentos “Pasajeros de la memoria” (Gente Nueva, 2001) y “La ciudad en ruinas” (Fondo de Autores Huilenses, 2006); del libro de teoría y didáctica literaria “El arte del cuento” (Trilce, 2009). Incluido en las antologías “El traje y otros cuentos” (XXX Concurso de cuentos “Hucha de oro”, Ediciones Nostrum, Madrid, España, 2002); en “Yardbird y otros cuentos” (XXXIII Concurso de Cuentos “Hucha de oro”, Ediciones Nostrum, Madrid, España, 2006); en la “Antología de Ganadores de los Concursos Departamentales de Cuento y Poesía” (Fondo de Autores huilenses, 2001, 2008, 2009); en “Memoria secreta de la infancia” (Trilce, 2004); en “Nota de prensa y otros minicuentos” (I Concurso Internacional de Minicuentos “El dinosaurio”, Editorial Caja China, La Habana, Cuba, 2008); en la “Antología de cuentos Talleres Literarios 2010” (Ministerio de Cultura, 2010); y en “Aproximaciones a una valoración de la literatura latinoamericana” (Biblioteca Libanense de Cultura, 2011).

Compilador de los libros “Matamundo, una muestra de literatura huilense contemporánea” (Ediciones del Centenario, 2005), “Parvulario: Textos de dieciocho maestros sobre la infancia” (Trilce-Altazor, 2005), “Memorias del Primer y Tercer Encuentro Nacional de Escritores José Eustasio Rivera” (Altazor, 2006, 2007) y “La tarde está como para contar cuentos: Antología de minicuento huilense” (Fondo de Autores Huilenses, 2007).

Ha publicado cuentos y ensayos en las revistas “Hojas universitarias” (Universidad Central), “Ciencias humanas” (Universidad Tecnológica de Pereira), “Aleph” (Manizales), “Puesto de combate” (Bogotá), “Aquelarre” (Universidad del Tolima), “Alhucema” (Granada, España), y en los sitios virtuales: www.ciudadseva.com; www.eldigoras.com; www.tallerliterario.org; www.mincultura.gov.co.

Tercer puesto en el Concurso Departamental de Cuento “Humberto Tafur Charry” (1999), Primer Puesto en el mismo concurso (2000, 2004, 2009), y segundo puesto en la versión 2011. Tercer finalista del Concurso Para los Trabajadores de Medellín (2000). Finalista del XXX Concurso de Cuentos “Hucha de Oro” (Madrid, España, 2001), y de la XXXIII versión del mismo concurso (2005). Finalista del Primer Concurso Internacional de Minicuentos “El dinosaurio” (La Habana, Cuba, 2006). Primer Puesto en el Concurso Departamental de Ensayo del Huila “Jenaro Díaz Jordán” (2008, 2011). Primer puesto en el XVIII Concurso Departamental de Minicuento “Rodrigo Díaz Castañeda” (Palermo, Huila, 2008), y segundo puesto en la versión XX del mismo concurso (2010). Finalista del Primer Concurso Nacional Relata (2010). Finalista del Concurso Nacional de Cuento de la Universidad Industrial de Santander (2010). Finalista del Concurso Nacional de Minicuento “200 años 200 palabras” (Bucaramanga, 2010).

Es tallerista y capacitador de cuento del Banco de la República y el Concurso Nacional de Cuento RCN desde 2007, y desde 2006 dirige el Taller José Eustasio Rivera - Relata Huila.

Las maneras de volver’, libro de cuentos,
gran triunfador UIS 2013












Escritores Asociados

Son los padrinos de la Red de Talleres de Escritura Creativa. Importantes escritores nacionales, con más de dos obras publicadas, que acompañan el proceso de los directores de taller al tiempo que guían a los participantes y los nutren con su propia experiencia.


GONZALO ESPAÑA



El Taller de escritura creativa "Bucaramanga lee, escribe y cuenta", invita:


Viernes 2 de noviembre. 
Conferencia magistral con público en general y talleristas: "Tres autores desconocidos en la Literatura santandereana" 
  1. ROBERTO DE J. DÍAZ, Poeta maldito santandereano.
  2. ENRIQUE OTERO D'COSTA.
  3. GUILLERMO FORERO FRANCO, autor de: "LA PARROQUIA" - Novela.  
Conferencista: Gonzalo España.
Hora: 2:00 a 5:00 p.m

Lugar: Comfenalco Auditorio Leonardo Angulo Prada - Avenida González Valencia #52 - 69
Entrada libre.

Sábado 3 de noviembre.
Taller: "Creación literaria"
  • Cómo se escribe un relato, creación de personajes, diálogos.
Hora: 
9:00 a 12:00 m Primera parte
2:00 a 5:00 p.m. Segunda parte.
Lugar: Comfenalco - Avenida González Valencia #52 - 69

Entrada libre.

Gonzalo España, nació en Bucaramanga 1945. Realizó estudios de economía en la Universidad de Antioquia. Ha dedicado sus estudios a la historia, incursionando en la narrativa de carácter histórico. 

Rescata en viejos archivos y en empolvadas bibliotecas piezas que vuelven a publicarse: las novelas de las guerras civiles, los folletines del XIX, los relatos de los Mil Días. Esta búsqueda lo ha convertido en una especie de arqueólogo literario y lo mantiene en contacto con misterios y secretos. 

Fue finalista en la convocatoria Colcultura con su novela Señorita, una novela donde la violencia colombiana de mediados del siglo XX es vista a través de los ojos alucinados de un niño. 



Leer el libro: (Clic sobre el título)

Novelas santandereanas del siglo XIX. Tomo I


Más sobre el historiador Gonzálo España:




Pilar Lozano visitó nuestro taller los días 5, 6 y 7 de octubre. Los talleres se realizaron en la sala # 1. de la Biblioteca de Comfenalco, el tema de los talleres: "Cómo escribir literatura infantil"








Pilar Lozano


Nací en Bogotá en 1951; estudié periodismo. Mi primer libro fue Socaire y el Capitán loco, un cuento infantil que surgió mientras realizaba una crónica a bordo de un buque oceanográfico. Desde entonces combino los dos oficios. He publicado 17 libros, la mayoría para niños y jóvenes: La estrella que le perdió el miedo a la nocheTurbelel viento que se disfrazó de brisaColombiami abuelo y yoEl violinista de los puentes colgantes... El último, Así vivo yo, recoge historias de vida de niños de distintas regiones del país.
Varios cuentos y crónicas míos se han publicado en compilaciones como Cuentos y relatos de la literatura colombiana, de Luz Mary Giraldo (2005) y Antología de grandes reportajes colombianos, de Daniel Samper (1990).
Desde hace más de 25 años soy corresponsal, independiente, en Colombia del diario El País de España y colaboradora ocasional de sus publicaciones El País Semanal y Babelia.
Me he especializado, además, en el tema de infancia y conflicto, lo que reflejo en el libro La guerra no es un juego de niños.
En los últimos años una actividad importante ha sido para mí la realización de talleres, sobre crónica y cuento en el programa Relata y de periodismo responsable con Medios para la paz. También en bibliotecas, colegios y fundaciones, sobre promoción de lectura y escritura en el aula.
He sido jurado de varios concursos de cuento a nivel regional y nacional y, en Colombia y otros países -Alemania, España, Holanda, Italia, México, Brasil, Costa Rica, Ecuador-, he sido invitada como ponente a foros y seminarios. He recibido premios periodísticos: Vida y obra al mérito periodístico del Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB), dos premios de Periodismo “Simón Bolívar”, el premio de Crónica “Julio Chaparro”. También, en 2004, una beca de creación literaria del Ministerio de Cultura y otra, en 2008, de crónica periodística de la Fundación Avina.


Una crónica de Pilar Lozano



Un hombre grande, de 11 años. Emerson, el Mono, esculca, uno a uno, los bolsillos de su pantalón, un pantalón negro remedado con hilo blanco. Lo hace varias veces hasta que por fin se tranquiliza: "pensé que lo había perdido", suspira  aliviado. En la mano tiene un pedazo de papel arrugado. En letra enredada se lee: Mono. 70 kilos. Y al lado una suma: 39.200, + 14.720, total 53.920.

Lo dobla, lo guarda, y se sienta en una silla de plástico, frente a una de las muchas cantinas del caserío.
Sus gestos son de hombre mayor: la mano izquierda en la boca, como pensativo; la derecha apoyada en la nuca. Más que sentado, esta echado en la silla. No se le ve la cara debajo de la enorme cachucha roja. Juega un largo rato, en silencio, con las 'cholas', unas chanclas grandes, rotas; es evidente que no son suyas, como es evidente su preocupación. El pantalón le queda corto y deja ver la piel reseca y  enferma, de piernas y pies. "Estoy cambiando de cuero", explica cuando nota que lo miran.
Lleva un día entero esperando al patrón. Varias  veces  ha bajado  al muelle de los Maderos, uno de los tres que tiene el caserío; varias veces ha corrido detrás de un conocido para preguntar por Willy, el dueño de la finca.  Necesita los 53.920 mil pesos que le debe por cinco jornales raspando coca. Le urge  pagar el fiado de la semana en la tienda,  comprar unas chanclas y dejarle las que tiene puestas a la dueña: Gloria, su mamá,
A medida que pasan las horas, aumenta su inquietud. Tiene presente un viejo engaño. Una vez, hace años, el Paisa, un patrón, desapareció sin pagar… Le quedó debiendo 120 mil, "el trabajo entre yo y mamá de cuatro días". La plata perdida era para pagar a la señora que cuidaba a sus dos hermanos, mientras ellos estaban en el cocal. El resto era para el mercado… "¿A quién no le da rabia si le pasa eso?", pregunta y levanta la cara. Deja ver sus ojos color café, su nariz pequeña, su piel blanca salpicada de pecas, una cara de niño que no ha cumplido los 11 años.
Había llegado al caserío el día anterior, el viernes en la tarde, como todos los raspachines y ya estaba comprometido para volverse a enmontar el domingo. Una suerte porque el trabajo no está fácil;  hay miedo de salir a los cultivos lejanos. Los 'paras', que controlan esas selvas, aconsejan que no vayan niños ni mujeres embarazadas. No se sabe a qué hora pueden llegar los 'guerros', como le dicen a los guerrilleros, y no quede más opción que echar a correr dejando mochilas y todo tirado, hasta la hoja … Pero el Mono  se siente obligado a trabajar: "tengo que mantener a mi mamá".
Desde hace diez meses cuando la barriga se le convirtió en estorbo, ella dejó de ir a los cocales, como cocinera o raspachina.  Ahora, es una niña de siete meses la que la amarra. Es una mujer de 26 años y  piel demasiado blanca para vivir bajo tanto sol. Sus cuatro hijos son de papás distintos. "Conseguir marido bueno es difícil", dice  con un gesto de resignación. Sabe que la suerte de la mayoría de sus vecinas se parece mucho a la suya: cargadas de hijos, todos de hombres ausentes. El papá de la bebé se fue hace tiempo; ni siquiera la reconoció. Igual pasó con el papá de el Mono. "Mi papá propio se fue cuando yo nací", dice él con tristeza. Sigue esperando a Moncho, un hombre alto, flaco, el papá de su otra hermana. "Me crió como propio hijo". Se fue por quince días,  cuando corrió el rumor de que los 'paras' iban a matar a los pescadores del caserío.
Al caer la tarde del sábado, el Mono baja la guardia y deja de esperar al patrón. Sabe que a esas horas ya no llega. Sus gestos se transforman  : borra el ceño fruncido, cambia la cara de persona cargada de obligaciones y busca a su amigo Yeisson. Lo encuentra  en la casa de las hermanas, frente a  la cancha de básquet, el único espacio pavimentado de todo el caserío, en medio de un potrero sucio donde hay columpios y pasamanos oxidados.
  Yeisson está allí  atento, cautivado por las historias  de un taller de cuentos.   Al Mono le cuesta asumir su papel de niño: bosteza,  pone los brazos detrás de la cabeza, se despereza... Y está  nervioso: se muerde las uñas; entrelaza las manos a sus espaldas, las suelta y se rasca las palmas como si quisiera arrancar  las manchas negras que las cubren. Son unas manos pequeñas, gordas, de dedos demasiado cortos. Están manchadas de negro y rayadas. "Es el color que suelta la hoja de coca  cuando uno la aprieta".
 Pero cuando aparecen  en el salón unos inmensos dibujos en vivos colores y una invitación a armar con ellos un cuento, se le iluminan los ojos.  "Es un viento", dicen  algunos tratando de identificar al personaje de la historia. El Mono se para frente al primer dibujo, lo mira un largo rato y asegura: "es un ratón". Luego  suelta una risa tímida, como hecha a brincos.
Como todos los niños raspachines del caserío no  sabe leer ni escribir. Pero se ha emborrachado varias veces . La última vez en  diciembre en la tienda-billar de su suegra. La novia es una niña de su edad carirredonda ; cuando se ríe se le forman dos coquetos hoyuelos en las mejillas. "¡Tomé ron y como una caja de cerveza, con unos muchachos…!". Si alguien lo reprende y le dice que está muy niño para esas cosas, él se ríe entre dientes y sale al paso con gracia: "tengo 11 años, ¡me siento el más grande de todo el mundo!". Y sabe con certeza  que quiere estudiar.  Lo ha repetido infinidad de veces y nadie lo escucha: "Quiero aprender a leer y a sumar". Pero con tantas obligaciones encima no le ha quedado tiempo para ir a la escuela.
–Mamá, ¿qué 'tendido' me llevo? –pregunta  el Mono, ese sábado en la noche. Gloria, que amamantaba a la bebé, con el pelo recogido con un gancho, sentada en una butaca en la puerta del racho, responde sin prestarle mayor atención:
–El que está en la cama.
El Mono desbarata en un minuto la única cama, acomodada en un rincón del rancho de latas y tablas. Es un espacio de no más de tres por dos metros, partido por tablas atravesadas. A un lado el dormitorio; al otro la cocina, que no es más que una mesa y una estufa de gas de dos puestos.
Las preguntas y respuestas siguen : "¿y dónde está la 'crema'?, ¿y el jabón?, ¿el toldillo?, ¿los talcos?, ¿los 'guindos'?, ¿mis camisetas?".
Va encontrando todo en las cajas de cartón, en las cuerdas que bordean todo el cuarto atiborradas de ropa y en la mesa de noche, una vieja canasta de gaseosas colocada al revés.
Poco a poco el morral de tela de bluyín descolorida, se  va llenando. Cuando termina lo amarra y lo deja sobre un colchón tirado sobre cuatro tablas en el piso, al lado del único ventilador de pata y del diminuto televisor de ocho pulgadas, y anuncia en voz alta:
"Mañana, a las nueve, tengo que estar en el muelle". Gloria asiente  sin hablar; no hace preguntas.
Ve como una suerte que su hijo tenga trabajo,  que lo busquen los patrones. Por estar pegado a la hoja desde los 6 años es capaz de raspar tanto como los mayores.  "Parece una hormiguita", dicen los que lo han visto doblado de cintura y con el arbusto metido entre las piernas, tirando las hojas de abajo hacia arriba, hasta dejar las ramas limpias.
"Me da miedo que se vaya por allá; de pronto se forma la plomera", comenta cuando él no la escucha. Le cuesta trabajo reconocer su tristeza: "él tan pequeño y le toca joderse, ¡y no puede comprar, con lo que gana, las cosas que quiere!, muy rara la vez lo hace…". A duras penas guarda unas monedas para galguerías.
Acurrucado en el piso de tierra, Pedro, el tío más pequeño del Mono, sigue con envidia el ir y venir de su sobrino preparando su morral de hombre trabajador. Él también quisiera ser raspachín. No lo dejan por ser un oficio peligroso. Sólo ha ido dos veces, con Libardo, su papá.
"Es bonito raspar, uno gana plata", dice con su voz ronca. Tiene 12 años, es demasiado flaco, tanto que parece enfermo. Vive en la casa del lado, una casa de material, con baño; un baño compartido con la familia del  Mono , porque en el rancho no tienen servicios. Trabaja recogiendo leña; es encargado de mantener prendido el fogón de su casa, pues no hay suficiente dinero para pagar el gas.

De repente , y sin explicación, empieza a cantar, y  Émerson se le une :
Soy un raspachín de los cocaleros
y vivo mi vida
vivo, vivo bueno
raspando y raspando me gano el dinero
hay que tener cuidado vivo entre los cuervos.
Son las 9 de la noche cuando  aparece Armando, otro tío, un poco mayor. Es moreno, de pelo engominado, acuerpado: su papá dice que es gordo "de pura soberbia". Llevaba puestos zapatos de hebilla, una camisa blanca por fuera del pantalón recién planchado.
-Vamos a la gallera; parece que esta noche hay apuestas –invita al Mono.
El Mono no está para pedir permisos, pero su madre, desde lejos, dijo: "vayan".
Mientras el sobrino acaba de organizar sus cosas, Armando habla de su vida. Habla rápido, enredando una tras otra las palabras.
"No sé cuantos años tengo; creo que entré 13 y 14. En los papeles está escrito, ¡pero como en la casa nadie sabe leer…!".
Y sin rodeos deja en claro lo que quiere y lo que no quiere. "El estudio me da pereza; no me gusta. Me gusta raspar y tener gallos de pelea. Ahora no tengo; pero el año pasado tenía como ocho".
Su afición empezó el día en que un amigo le propuso un cambalache: la bicicleta por un gallo que ya había ganado una pelea. Aceptó, pero el gallo murió al poco tiempo de peste. De ahí le quedó el vicio. Los compra ya criados, o pollos, y él mismo, en el zarzo que construyó en su casa, los entrena; los vuelve ariscos, buenos para la pelea… "Como ahora no tengo gallos, tampoco he salido a raspar; cuando tengo, voy a raspar para echarles la plata".
De resto se la pasa por la calle, jugando balón, mirando a los galleros, o se va al río a pescar. De lo que gana siempre deja para ropa; es vanidoso, le seduce verse bien puesto; cuando va a raspar no se pone botas: él se va 'enzapatado'.
Al rato salen de la casa tío y sobrino. El tío camina erguido, con un movimiento elegante de brazos. Parece un gran señor. El Mono, pequeño, juguetón, se va dando patadas a las piedras y a las latas que encontraba a su paso.
El primero  ni caso hace a los rumores de que la coca se este acabando . "Hay poquitica ya; si se acaba, se acaba, y ¿qué podemos hacer? ¡Dejar que se acabe! No pienso ni en eso".  Al Mono, en cambio, le preocupan los run runes. En su cabeza trata de encontrar una razón que lo tranquilice. "No creo que se acabe; ¡la han fumigado cuatro veces y ahí sigue!; viene la avioneta y fififí… –dice, ayudado con mímica– y suelta ese chorro de veneno. Uno ve como se cae la mata. Si se acaba la coca, se acaba la plata".
Atraviesan  la calle larga que lleva al muelle y voltean  a la derecha antes de llegar al río. Por el camino van tarareando las canciones que salen de las cantinas…
"Una canción linda te llegará al alma / por eso me tiene de ti enamorado/ dame otra esperanza que me he enamorado /";
"Arriba de un cerro mataron a un hombre los asesinos /";
"Esta noche tengo cita con una bella mujer/ por eso sirvan despacio, no me quiero emborrachar /"
El domingo, muy temprano en la mañana, empieza  el bullicio en el muelle de los Maderos. Al otro lado del río, como una pared, está la montaña. En lo alto, tiene su campamento el ejército.
Los raspachines llegan con su morral a la espalda, su cachuchas de colores, sus radios Sony –tan grandes como la palma de una mano– colgados de un hombro, las estopas donde van echando la hoja y el aro amarrado fuera del morral. Todos con botas pantaneras, a algunos se les asomaban las medidas gruesas de lana. Van  formando corrillos. Cuando un grupo esta completo, se embarcan y parte  la canoa, río arriba, repleta de obreros, ollas, bultos.
A las nueve, aparece el Mono, sin morral, sin pinta de raspachín…
"No me voy", es  lo único que dice y se sienta al lado de un árbol; la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, no aparta la mirada del caudaloso río. Sigue  esperando al patrón con el vale en el bolsillo. Al medio día, por fin, lo encuentra . Cambia vale por dinero y corre a la casa. Cancela la deuda de una semana de su mamá en la tienda, se pone  la ropa de obrero de la coca, vuelve  al muelle y con el poco dinero que ha guardado para él, compra un almuerzo servido en un plato de icopor. Con él se sube a la canoa y se acomoda entre los bultos. Es el último pasajero en subir. Va contento, con su camiseta llena de agujeros y su pantalón negro remendado. En un bolsillo lleva una cauchera. La muestra orgulloso: "es para darles piedra a los 'guerros'". Uno de los raspachines, ríe a carcajadas por la ocurrencia. Sabe que el niño la usa para matar una que otra tortolita, después del trabajo.
Cuatro hombres y una mujer se bajan con el Mono en uno de los dos muelles que hay en la desembocadura de un caño  media hora abajo, por el río…  Al otro lado  se ve el otro muelle y en el morro, el campamento de los 'paras'. Siempre hay uniformes verde militar secándose al sol en las cuerdas que van de árbol a árbol. Durante todo ese domingo se dio  allá la compraventa de la 'mercancía'.  Un hombre, de mediana edad, con revolver al cinto, la recibía y la probaba en un reverbero minúsculo protegido entre tres tablas. En un costal tirado en el piso, iba echando la coca aceptada. Pagaba con fajos de billetes que sacaba de una mochila vieja, echada, como si nada, sobre la mesa.
El Mono y sus compañeros, toman gaseosa o cerveza en la casa-tienda-billar de madera, lo único construido en ese sitio y, con sus morrales a la espalda, entran al camino angosto que se pierde en la montaña. Van de afán: les esperan cinco horas de camino y un paso muy feo:  Quitafrío, una cuesta que le roba la respiración hasta al más ducho. Caminan tratando de evitar los charcos profundos, para que el agua no se les meta en las botas. No quieren  caminar con los pies mojados. Es por eso que se les pelan los pies; es por eso que los raspachines parecen escamando todo el tiempo. Al Mono, refundido entre los obreros grandes,  se lo traga muy rápido la selva.
La rutina en el cocal la conoce de memoria. Llega a la finca y guinda la hamaca en cualquier lado. A las 2 de la mañana se despierta, "para estar uno mirando cómo llegan los guerrilleros mañaneados".
Vive, como todos, prevenido: "donde uno mire una linterna que apague y prenda, es la guerrilla". Ha pasado dos sustos bravos, los dos en pleno día, mientras raspaba.
Un día, empezaron a darse plomo. "Caían las balas; habían unos manes en el filo y decían: ¡ahí van, ahí van!, y nosotros corriendo hasta llegar al puerto…". Otra vez, también se encendieron a plomo guerrilla y 'paracos'. Murió uno de cada bando y quedó herido un civil. "No pasó nada más", dice el Mono como si no valiera la pena contarlo.
A las 5 de la mañana se desayuna con arepa y caldo. Se baña y se alista para la jornada. Se acomoda el aro –hecho con la tapa plástica de las canecas de gasolina–, lo asegura con cabuya en la cintura, le amarra la estopa y se va al cultivo.
A las 11 es el almuerzo: sopa, plátano, yuca, carne… La casa está lejos del cultivo, les llevan la comida ahí, servida en hojas de plátano.
Es una jornada dura. "Así el sol este quemando, uno va a salirse y no puede porque tiene que trabajar; si descansa, da pereza volver", dice este niño, poco dado a quejarse. Por eso es bueno andar con algún compinche. Se dan ánimos el uno al otro. Cuando fallan las fuerzas o se hace insoportable el dolor en la cintura, descansan debajo de un árbol; toman agua y se quitan, al menos unos minutos, el sol de encima. A las 4 de la tarde termina el trabajo.
Cada uno lleva su estopa llena de hoja al cambuche y el patrón la pesa en una romana. Las cifras las va anotando en un cuaderno. Como hay corte malo y corte bueno, las ganancias varían. "La semana anterior la hoja estaba 'rebuscona' , ni mala ni buena,  la culpa la tiene el dueño que nos pone a trabajar en un charrasquero", explica con un poco de rabia el pequeño raspachín.
En la noche, muy temprano ,el Mono se mete a la hamaca. Duerme hecho  un nudo, envuelto en el cobertor, tiritando de frío, es una  noche de lluvia…
El martes en la tarde, Gloria sale de afán de la casa. Hay  malas noticias: por los lados donde estaba el Mono sacaron a todos los raspachines. Los 'paracos' avisaron que no podían proteger los cultivos y que era mejor que se fueran…
Con paso ligero, raro en ella que parece que las cosas y los problemas no le generaran mayores angustias, con la bebé tapada con un pañal para protegerla del sol ardiente de las 2 de la tarde, atraviesa  el potrero , cruzó la calle principal, donde está la mayoría del comercio, y sigue la calle que baja al muelle.
Hay revuelo en el caserío . Es inusual ver raspachines regresando a deshoras, un martes en la tarde. Los rumores empiezan  a crecer. "Están llegando pálidos; tiene que haber muerto".
A las seis, cuando ya Gloria se ha cansado de esperar en el muelle, aparece su hijo  en la casa. Viene  de mal humor, con su cara de hombre agobiado por las preocupaciones.
Saca un balón que le regalaron  días antes, sale a la calle, encharcada y llena de barro por los aguaceros de dos noches seguidas, y se pone  a jugar fútbol con sus tíos y vecinos… Patea duro el balón, con rabia, refunfuñando.
Sus compañeros de juego respetaron su silencio, sus ganas de no hablar. Saben que no le gusta regresar al pueblo antes de tiempo. Se aburre. Los días de semana no hay bullicio, no hay tenderetes en las calles donde se ofrecen ollas, ropa, juguetes.  Sólo los fines de semana, cuando los obreros regresan con los bolsillos llenos de billetes, el pueblo se anima. Sólo esos dos días las cantinas se ven llenas de mujeres.
"Dígame, ¿en día y medio qué alcanzo a raspar?". Es lo único que dice  el Mono, cuando por unos minutos el juego de fútbol se detiene. Regresó con  apenas 24 mil pesos en el bolsillo; demasiado poco para cubrir sus obligaciones semanales. Sigue dándole duro al balón. No quiere  hablar con nadie. Quiere rumiar solo sus preocupaciones de hombre grande.  






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